Crítica de "Chainsaws Were Singing", un musical (con motosierras) que es cine de guerrilla en su máximo esplendor
Por Redacción
Publicado el 06/10/2024
La película que ha deleitado a los asistentes a su pase en el Festival de Sitges
No falla. Siempre hay una. Todos los años. Y que dure la tradición. El estonio Sander Maran llega a “Chainsaws Were Singing” desde las trincheras del cortometraje, una senda dura e incierta (la más digna, si lo preguntan) donde el cúmulo de experiencia, ideas y ganas tiende a confluir en óperas primas que, independientemente de su suerte comercial, acaban siendo carne de culto. El excéntrico debut de Sander Maran, pasadísimo de rosca en su particularísimo sentido del humor, parece destinado a generar opiniones encontradas: se ama o se odia. La indiferencia no tiene cabida. Ya sólo por esto, guste más, menos o nada, vale más la pena que cualquier producto tibio prediseñado para pasar el cepillo en la taquilla.
En esta surrealista epopeya rural, Tom y María, una pareja de recién enamorados, se ve forzada a tomarse un descanso tras el encuentro desafortunado con un paleto armado con una motosierra que secuestra a la chica. Tom, acompañado de su improvisado compañero de fatigas, el indescriptible Jaan, no se detendrá hasta rescatar a su amada de las garras del maniaco y su estrafalaria familia de rednecks.
No es necesario ahondar en la historia, Maran abre el juego con todas las cartas sobre la mesa, al menos en lo que respecta a trama y tono. No quita que haya sorpresas. Toda la película, de hecho, es un no parar, aunque más por lo extravagante de sus gags que por los giros de guion. Una extravagancia, dicho sea, acentuada por el hecho de tratarse de un musical. Un musical gore, absurdo y delirante.
“Chainsaws Were Singing” es cine de guerrilla en su máximo esplendor, un “Monty Python meets Troma” que irradia candidez y buen rollo, barrabasadas a un lado. Es fácil pillarle cariño. Si tienes la suerte de reírte con dos o tres coñas consecutivas al inicio, te esperan dos horas de fiesta aseguradas. De lo contrario, no te fuerces ni te esfuerces, tu princesa está en otro castillo.
El ecosistema ideal para “Chainsaws Were Singing” es una sesión golfa, donde pueda retroalimentarse de la complicidad del público. Se siente además cercana, de esas películas donde la humildad se percibe tanto en su forma como en su fondo. Un combo de empatía y simpatía que recuerda, a su distinta manera, a fenómenos indies que conquistaron a pulso Sitges pasados, como “The Greasy Strangler” (2016) o “One Cut of the Dead” (2017).
La duración puede jugar a su favor o en contra. Hay quienes verán en ella un cajón desastre de chorradas inconexas (pese a la debilidad de Maran por los gags circulares), como el inserto de la Tribu Bukkake y su primigenio lovecraftiano en una nevera, o el risible erizo lesbiana. La tontunada y la incorrección política alcanzan un punto de no retorno demasiado pronto. Si un espectador se para a cuestionar estas escenas, seguramente acabará con los dientes desgastados de tanto rechinarlos. Hay canciones más inspiradas que otras, pero ninguna “desentona”. Esta cohesión se explica fácilmente en la naturaleza de hombre orquesta de Sander Maran, quien básicamente asume todos los departamentos técnicos.
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Una advertencia del aquí firmante para no caer en los peligrosos lodos del prejuicio. Que “Chainsaws Were Singing” parezca una tontería mayúscula no significa que detrás no haya un trabajo enorme y meticuloso. Tan enorme y meticuloso como una década de desarrollo. El debut de Maran es un respiro ante la saturación de dramones solemnes y deprimentes que abanderan nuestro tiempo. Si le dais una oportunidad, os recompensará con creces.
Por Jedediah.
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